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“Las instituciones de la democracia padecen la desconfianza de los pueblos, que ven crecer la inequidad, la pobreza, la exclusión, a la par que los casos de corrupción sacuden a las sociedades. Quienes ayer conquistaban la voluntad popular hoy están condenados o enjuiciados, y muchos, encarcelados. Podríamos hablar de una verdadera cultura del desencanto”, escribe el abogado y político argentino Eduardo Duhalde en su nuevo libro, El poder moral.
Según afirma el ex presidente, que también ocupó cargos como gobernador de la provincia de Buenos Aires, diputado, senador y vicepresidente, para salir del aparentemente inevitable destino al que se dirige el mundo “es necesario que comencemos a avanzar hacia un nuevo capitalismo, de amplia base popular, en el que el Estado tenga un rol activo en la defensa de los intereses de los más débiles y de los sectores estratégicos de la actividad de la Nación”.
Para la portada de El poder moral, editado por Hojas del Sur, Duhalde optó por correr el foco de su propia persona y eligió para ilustrar la misma al inventor, educador y cardiocirujano argentino René Favaloro. Los motivos los explica en la introducción, que puede leerse completa al final de esta nota: “Porque, en su plena convicción de no tranzar con una ‘sociedad corrupta’ —según sus palabras—, decidió entregar su vida”.
Escribe en el prólogo el novelista, ensayista, diplomático y académico argentino Abel Posse:“No se trata solo de mediocridad e incapacidad de los dirigentes, sino de una decadencia espiritual que creció a lo largo del tiempo, como una pandemia de efecto desolador. Perdimos las defensas ante una enfermedad antigua agudizada en otras muchas partes del mundo, pero tratada en Argentina con lenidad, como un pecado venial, sin saber que quienes relativizan el deber de moralidad, en realidad, relativizan el delito consecuente. La corrupción crece con esa tolerancia que a veces se transforma hasta en admiración por la viveza nacional, la cual no es más que una hija bastarda de la inteligencia”.
En el mes de marzo de 2013, publiqué una columna de opinión en el diario Clarín: “El Gobierno debe despejar sospechas de cleptocracia”. En este escrito volví sobre un tema recurrente de mi prédica de los últimos 30 años: la crisis moral que atraviesa la sociedad mundial. En ese caso, me refería a las acusaciones de corrupción que alcanzaban a destacadas figuras del Gobierno argentino. En esta columna señalé que “las máximas autoridades tienen la obligación de despejar las sospechas en las que involucran a la dirigencia oficial en su conjunto. Si no lo hicieren, abrirán la puerta que conduce al juicio político, tal como lo establece nuestra Constitución Nacional”.
Allí subrayé también que “lo malo es la impunidad, el hecho de que la gente vea que las leyes están hechas para saltárselas y eso es lo desmoralizador […]. Cuando las instituciones se debilitan y no existen controles institucionales, los gobiernos cleptócratas cooptan funcionarios, legisladores y sectores económicos privados que generan monopolios, privilegios estatales, impuestos transferidos a grupos de interés, inflación, confiscaciones arbitrarias, fraude e inseguridad jurídica”.
Tal vez, a esta altura de la lectura, te preguntes por qué elegí poner en la tapa de mi libro el rostro del Doctor René Favaloro como modelo del Poder Moral en la Argentina, teniendo, en mi larga lista, nombres como el papa Francisco, Margarita Barrientos (fundadora del comedor social Los Piletones), Adolfo Pérez Esquivel (Premio Nobel de la Paz 1980 por su defensa de los Derechos Humanos en América Latina)… Y así podría agregar a decenas de argentinos anónimos que son ejemplo de una conducta moral. La respuesta es sencilla: porque, en su plena convicción de no tranzar con una “sociedad corrupta” —según sus palabras—, decidió entregar su vida.
El impacto de la corrupción es muy fuerte, no tan solo por sus costos económicos (que son cuantiosos), sino también por el efecto desmoralizador que ejerce en el conjunto de los pueblos y por la pérdida de confianza en las instituciones de la democracia. En la nota publicada en Clarín, señalé al respecto: “Treinta años de vida democrática ininterrumpida es el mejor cimiento para no resignarnos a la decadencia, con su consecuente desprecio por la práctica política y por la pérdida de confianza en la vida común”. Y volví sobre un concepto que enuncié en 1989 al presentar un proyecto para la creación de un Consejo para la Moralización de las Actividades Estatales: el Estado se ha convertido en un ámbito de ilicitud, y ello atenta contra las bases mismas del sistema democrático.
En diciembre de 2015, Mauricio Macri se convirtió en el primer presidente de la historia argentina en asumir el cargo con varias causas, y sumó seis más en sus primeros quince meses como presidente. Y esto es solo un ejemplo: existe una multitud de funcionarios de los Gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner (incluyéndola a ella misma y a sus hijos) que están siendo procesados por una variopinta colección de delitos. Algunos de ellos han sido condenados. Y otros transcurren su enjuiciamiento en libertad. A este panorama debemos sumarle el de los empresarios, intermediadores y personalidades influyentes que aparecen como partícipes necesarios en los delitos de los que se acusa a los funcionarios.
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Hoy vemos que el fenómeno se ha agigantado con el crecimiento paralelo de las actividades del crimen organizado; como mancha venenosa ha ido penetrando en las organizaciones políticas y en la vida económica y empresarial de nuestros países.
Las consecuencias de la crisis moral de estos tiempos se esparcen por todas las instancias de la sociedad. Se ha “normalizado” el delito, desde el más pequeño (como coimear a un policía para evitar una multa por una infracción de tránsito) hasta ver bien a los funcionarios que “roban, pero hacen”. En muchísimos países de América Latina, las autoridades gubernamentales, legislativas y judiciales de los municipios dependen de los señores del crimen organizado, y los habitantes de esos pueblos y ciudades consideran el vínculo con los mismos sellos como una oportunidad para el mejoramiento de sus condiciones de vida.
La frecuencia y exposición pública de estas prácticas (funcionarios que muy sueltos de cuerpo confiesan que se han saltado normativas, que exhiben obscenamente bienes cuyo origen no pueden justificar; amenazas desembozadas -cuando no la muerte- a quienes denuncian o pretenden investigar), que claramente deterioran la convivencia democrática y llegan en muchos casos a cuestionar la gobernanza, ha hecho que se “normalizaran”, y pasaran a ser parte del paisaje cotidiano de la política.
En este punto, es necesario ser terminante; en la medida en que no se aplique la legislación existente y se aprueben nuevas leyes que repriman las novedosas formas que adopta hoy la corrupción, todo intento de cambiar el actual estado de cosas será inútil, y los proyectos y promesas de construir una realidad mejor, pura charlatanería.
En otro orden de cosas, el gran cambio cultural, el paso de una sociedad del trabajo a otra del consumo, de una sociedad del esfuerzo a otra del hedonismo ha traído consigo otras consecuencias no menos dramáticas: la drogadependencia, por ejemplo, en el terreno de la salud; las grandes migraciones de masas que huyen de sus países atrasados hacia otros avanzados, en busca de un mínimo bienestar que difícilmente encuentren; el hecho de que más de la mitad de la población mundial viva en la pobreza; y (tal vez el factor más determinante de esta realidad) la inmensa concentración de la riqueza, fruto de una inequidad distributiva que nunca antes la humanidad había padecido.
En el terreno político, estamos atravesando un período de desilusión, de frustración. Las instituciones de la democracia padecen la desconfianza de los pueblos, que ven crecer la inequidad, la pobreza, la exclusión, a la par que los casos de corrupción sacuden a las sociedades. Quienes ayer conquistaban la voluntad popular hoy están condenados o enjuiciados, y muchos, encarcelados. Podríamos hablar de una verdadera cultura del desencanto.
Vuelvo, pues, en este libro a reflexionar sobre este fenómeno y a adelantar algunas propuestas destinadas a recuperar el sentido ético en la administración del Estado y en las prácticas de la sociedad civil.
La reversión del proceso de decadencia moral es una labor cultural integral, que involucra la educación, la labor del legislador, y crea las bases jurídicas necesarias, el accionar de la Justicia de modo transparente, para recuperar la confianza de la sociedad y la creación de mecanismos eficientes de control de las actividades gubernamentales.
En fin, veo una luz que resplandece en el accionar de las nuevas generaciones, que preanuncia una nueva cultura fundada en valores, el fin de un capitalismo fundado en la especulación financiera, y no en la creación productiva. La humanidad ha comenzado a caminar hacia el final de un sistema que se basa en el consumo y en el hedonismo.
Es necesario que comencemos a avanzar hacia un nuevo capitalismo, de amplia base popular, en el que el Estado tenga un rol activo en la defensa de los intereses de los más débiles y de los sectores estratégicos de la actividad de la Nación.
Tal es mi optimismo, aun en momentos en que la corrupción está en el centro del escenario mundial y ocupa nuestra atención. ¿Serán las últimas escenas apocalípticas de esta profunda crisis moral que desde hace décadas padecemos?
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1941.
♦ Es abogado y político.
♦ Entre 2002 y 2003 fue presidente de la Nación Argentina. También ocupó la vicepresidencia de la Nación durante el primer mandato de Carlos Saúl Menem, aunque renunció a este cargo en 1991 para asumir como gobernador de la provincia de Buenos Aires.
♦ Escribió libros como Política, familia, sociedad y drogas, Memorias del incendio y Es hora de que me escuchen. El peligro de los narcoestados.
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