Las increíbles transformaciones del Cabildo: el edificio histórico con el récord de reformas, olvidos y mutilaciones

Comenzó a funcionar con la fundación de Buenos Aires por Juan de Garay, en 1580 y recién fue declarado monumento histórico nacional hace 90 años. Junto a la Casa Histórica de Tucumán es el edificio más maltratado del país. Tal vez por un milagro no fue demolido, aunque debió ser reconstruido con lo que se pudo. Esta es la increíble historia en primera persona de este edificio donde pasaron tantas cosas, y que también pasó por todas

Que alguien me pida disculpas, la máxima autoridad, de ser posible. No quiero que la que ponga la cara sea una comisión, las sufrí por siglos, yo sé lo que les digo. Además, demorarían lo indecible en ponerse de acuerdo y en designar quien tenga el coraje de enfrentarme y mirarme de frente.

Tengo derecho a sentirme así: fui mochado, ampliado, demolido y perdí la cuenta de las veces que fui reconstruido. Tuve torre, después la quitaron y la volvieron a colocar pero más alta, y me sentí el hazmerreír de la ciudad cuando me quedé sin arcadas, esas donde la gente reclamaba saber qué era lo que se trataba. Por décadas di la hora, pero a nadie le servía porque el reloj andaba cuando quería.

Parece mentira que siendo una institución que venía desde la fundación de la ciudad -conocí al vasco Juan de Garay– se haya convertido en el edificio histórico más maltratado del país.

Por eso, el que venga a pedirme disculpas, tendrá que tener paciencia para oír mi historia, no para que me tengan lástima sino para que tomen conciencia de la barbaridad que cometieron.

No éramos solo edificios. Estábamos a la cabeza del aparato estatal. De ahí viene mi nombre, capitulum, que significa en latín “a la cabeza”. Si nosotros no estábamos, no podría existir jurídicamente una ciudad. Éramos realmente importantes en el funcionamiento institucional del período colonial en la América española. Nos sobraba trabajo, ya que nos ocupábamos de la justicia, la administración, la policía, el abastecimiento y la organización en lo que pomposamente llamaban ciudad pero, entre nosotros, Buenos Aires era un aldea chata y aburrida.

Nací con la segunda fundación y funcioné gracias al trabajo de los vecinos, que se decían respetables, que tenían educación, vivienda y un buen pasar económico. No dejábamos pasar por el umbral de entrada a los pulperos, carreros o buscavidas.

En ese entonces no era ni soñando como me ven ahora. No tengo problemas en admitir que empecé bien de abajo. Tuvieron que construirme, aunque se tomaron su tiempoGaray eligió mi ubicación, pero hasta tanto se armase algo, los cabildantes se reunían en casas particulares y hasta los presos -yo tenía que albergar una cárcel- eran encerrados en viviendas de los vecinos. De no creer.

El gobernador Hernando Arias de SaavedraHernandarias, debió ajustarse de espacio y hacer lugar en el fuerte para que los cabildantes pudiesen trabajar. Porque nadie me construía, por una razón que sería una constante en este país: no había presupuesto.

A alguien se le ocurrió poner un impuesto a la circulación de barcos, que recalaban en un muelle miserable que desaparecía ante una sudestada. Así empezaron a hacerme, paredes de adobe revocadas y blanqueadas con techo de paja. Comenzaron por lo más importante: la sala capitular y la cárcel.

Participé de todos los hechos que ocurrían en la ciudad. Festejos, invasiones, ejecuciones, hasta presencié cuando los caudillos Estanilao López y Pancho Ramírez ataron sus caballos en la Pirámide. Frente a mis puertas se realizó, en 1609, la primera corrida de toros que se organizó en Buenos Aires, previo desmalezamiento de la plaza. Después se hicieron costumbre para celebrar al santo patrono San Martín de Tours y para darle la bienvenida a un nuevo gobernador o virrey.

Estuve listo para 1610 y en los años siguientes se armaron locales con el propósito de alquilarlos. Pero los santos proponen y Dios dispone. Fueron tantos los presos que ingresaban a la cárcel, que los funcionarios debieron ceder espacio para celdas, y ellos atender los asuntos en la casa misma del gobernador o en la fortaleza, donde el ambiente no era para nada agradable: paredes llenas de humedad por la cercanía del río y alimañas de toda especie.

En el mientras tanto, nadie se ocupó de mi situación, y de haber tenido dos manos no me hubieran alcanzado para detener los desprendimientos de mampostería ni las roturas del techo.

Todos estaban de acuerdo: debían hacerme de nuevo, pero no se apuraron. Empezaron tres años después y la construcción, modesta, fue a cuentagotas, de nuevo porque no había dinero.

Por 1682 se pensó a lo grande. Iban a hacerme de dos plantas. En la baja, oficinas y despachos y la cárcel. Como se iba a disponer de más espacio, habría celdas para hombres, otras para mujeres y unas terceras para presos vip. Sin embargo, esta idea quedó en la nada.

Parece que las idas y vueltas sacaron de quicio al mismísimo rey español Felipe V mandó la orden de hacerme con la categoría que represento. Pero el monarca estaba demasiado lejos de Buenos Aires y acá quisieron pensar con tranquilidad, porque recién en 1725 pusieron manos a la obra.

El proyecto no era malo. Había sido una creación de Giovanni Battista Primoli, un jesuita que era arquitecto y Andrea Bianchi, que para poder trabajar debió llamarse Andrés Blanqui. Este fue quien diseñó mi fachada.

Nadie podrá criticar mi enorme paciencia: en el medio del trabajo estos dos personajes se fueron a Córdoba a ocuparse de su catedral, después regresaron y las obras se pararon porque, de nuevo, no aparecían los fondos. Quedé listo en 1740. No sé si será cierto, pero cuentan que los que se encargaron de colocar las aberturas se les pagó con especias. Eso se comentaba.

No podía estar en paz. Cuando por 1765 se amplió nuevamente la cárcel y terminaron mi torre, se preguntaron por qué no tenía un reloj, y con campanas. Lo compraron en Cádiz. Parece que al que más le molestaban las campanadas era al mismísimo gobernador Francisco de Paula Bucarelli, un sevillano de un carácter de perros que los vecinos detestaban. Bucarelli decidió que no tocasen más las campanas, le molestaban.

Encima que nadie se ocupaba de mi aspecto ni atendía mis necesidades, pasó lo que me faltaba: a las cinco y media de la mañana del 19 de diciembre de 1779 -me quedó grabado el día- cayó un terrible rayo sobre la ciudad. El que peor la pasó fue el almacén general de pólvora, que no quedó ni con un ladrillo en pie, al explotar los barriles. Fue un milagro que no hubo ni un muerto. Yo sufrí daños en la torre y en el bendito reloj. De ahí en más, fue un clásico en la ciudad que marcase la hora que se le antojase. Lo peor fue que los vecinos se acostumbraron a ver la hora que ni siquiera se aproximaba a la real.

En la planta baja armaron una capilla y nuevamente, más calabozos. En 1794 tuve una restauración general y el frente, ya a fines del 1700, se agregó un largo balcón, como se ve en cualquier ilustración.

Cuando fue la reunión del 22 de mayo de 1810, se dieron cuenta que no entraban todos los vecinos en la sala capitular. Claro, se repartieron más de 400 invitaciones y nadie pensó dónde meterlas. Se usó parte del balcón, y algunas arcadas se taparon con cortinados verdes.

No soy supersticioso, pero parece que el sordo Cisneros, cuando perdió el trabajo de virrey, habría maldecido no solo a los miembros de la Primera Junta sino a mí mismo, desde mis cimientos hasta la punta de la torre. Demasiada maldad. Me acordaría de él años después cuando comprobé que su maldición se hacía realidad.

Cuando asumió Martín Rodríguez como gobernador, su bendito ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, el mulato Bernardino Rivadavia, que dio vuelta el país como a una media, decidió que los cabildos no teníamos razón de ser. Nos reemplazaron y me transformé en sede de la justicia.

Admito que me sorprendieron: fue en 1852 cuando me tomaron un daguerrotipo. No recuerdo que alguien se haya ocupado en que mi fachada luciese como Dios manda.

Así pasaron los años. Por fin en 1860 reemplazaron el maltrecho reloj. Compraron uno inglés en Thwaites & Reed, que hasta marcaba el cuarto de hora, y la cansada máquina gaditana fue a parar a la iglesia de Balvanera. Cuando el templo consiguió uno mejor, lo cambió y nadie supo qué ocurrió con el viejo.

Pensé que me hacían una broma cuando se anunció que cerrarían la cárcel. En marzo de 1875 hicieron formar a los presos en fila, los engrillaron unos con otros y se los llevaron a inaugurar el presidio que abrió sus puertas en lo que los porteños hoy llaman la plaza de avenida Las Heras.

Una ley de Bernardo de Irigoyen, presidente de la Cámara de Diputados, dispuso la creación de un fondo de dos millones de pesos para remodelarme, ya que era la sede de los tribunales. En 1879, si no fui el edificio más alto que rodeaba la Plaza de la Victoria, le pasaba raspando. Porque me hicieron una torre de diez metros, con una cúpula azulejada. Fue idea de Pedro Benoit, un agrimensor y arquitecto que dejaría su marca en la ciudad de La Plata.

Pero Benoit le erró: quedé con un estilo italianizante -toda mi vida creí tener una onda colonial española- grandes arcadas, balaustradas y esa torre. El producto final fue una deformación total. Llegué a creerme el hazmerreír de los edificios importantes.

Así estuve diez largos años. Pero no se podía estar tranquilo en la ciudad. El intendente porteño estaba demoliendo las construcciones que yo veía a diario. La recova, que partía a la plaza al medio (a la altura de las calles Defensa y Reconquista), en 1883 fue la primera en caer en tan solo nueve días. Pensar que el virrey Del Pino demoró nueve meses en levantarla, en 1802.

Noté miradas de reojo como diciéndome que era el próximo en la lista.

Mis presentimientos de un futuro catastróficos se hicieron realidad. Sin consultarme, me quitaron tres arcadas para poder abrir la avenida de Mayo -que en realidad su nombre era avenida 25 de Mayo- y demolieron la torre, cuyo peso era demasiado para mi estructura. La que cayó en la volteada fue también la sede de la policía, el famoso “hotel del gallo”, que estaba al lado. La verdad que mucho no me importó. ¿Es qué nadie vio cómo quedé? Desproporcionado, sin arcadas ni torre. Irreconocible.

Hubo muchos indignados, porque no todo era indiferencia y desdén. La muchachada de comienzos del siglo veinte me sentían como algo especial. Se les notaba la emoción cuando me recorrían y se reunían en el patio. No todas eran malas noticias.

El tiempo pasó y en 1931, por disposición del gobierno de facto del general José Uriburume quitaron tres arcadas del otro lado, ya que pensaban abrir la Diagonal Sur. De no haber sido por los periodistas y los vecinos, que pusieron el grito en el cielo, el intendente Guerrico se hubiese salido con la suya: quiso demolerme hasta los cimientos, para hacer un nuevo edificio para la municipalidad. Una locura. Ya había pasado un sofocón similar en 1905, cuando sobrevoló la misma idea.

Tenía terror, más conociendo el triste destino de la Casa Histórica de Tucumán, donde se declaró la independencia. La dejaron sola y así terminó.

Les indignó saber que en la sala capitular funcionaba el despacho administrativo de inspecciones escolares; mis ambientes los habían subdividido con mampostería, mucho de lo original había desaparecido o reemplazado, como la carpintería o herrería. Me salvé raspando.

Lo preocupante es que seguía deteriorándome y algo había que hacer. Luego del golpe militar, donde se revalorizó nuestras tradiciones hispánicas en detrimento de las ideas liberales, quisieron reconstruirme como era en mis comienzos, siempre que el espacio disponible así lo permitiese. No sabía si alegrarme o preocuparme.

Tuve una caricia al alma: el 31 de mayo de 1933 fui declarado monumento histórico nacional. Me sentí con inmunidad, que tardó bastante en llegar.

Por 1939 solo pudieron salvar algunas paredes -qué bien que las hacían antes- y algunos cimientos. No se sabe cómo del corralón municipal se rescataron algunas piezas que me fueron quitando por décadas, pero el arquitecto Mario Buschiazzo y el dibujante Vicente Nadal Mora no tenían todos mis planos, y solo contaban con las acuarelas en las que Carlos Enrique Pellegrini me hizo sentir como un cabildo como la gente, allá por 1830. Ya se que no me veía igual, ya que el balcón, en lugar de abarcar toda la fachada, estaba reducido a los tres arcos centrales; el tejado, que en lugar de volar fuera del muro exterior, terminaba detrás de un pretil, y el cupulín de la torre era cónico en lugar de semiesférico.

Pasó lo inevitable: ambos profesionales echaron a volar la imaginación e hicieron lo que los especialistas llaman “interpretación libre”.

Quedé ¿cómo nuevo? el 11 de octubre de 1940 cuando tuvieron el tupé de inaugurarme. El reloj inglés terminó en la cúpula de la Iglesia de San Ignacio. Ni la hora daba.

Lo único que no perdí fue el nombre. Porque, aunque usted no lo crea, con paredes de adobe, de cemento, con o sin tejas o con más o menos metros, sigo siendo el Cabildo, el de los acontecimientos importantes.

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